La cultura del miedo
y la falta de amor propio (cuestiones laborales)
Muchos, a lo largo de mi corta vida me han tachado de rebelde, sin causa, con causa, no importa cómo, pero rebelde al fin. Y puede que tengan razón si tienen como concepto de rebeldía el no callarse la boca y creerse con derechos de reclamar sus legítimos derechos ante las injusticias.
Tal vez el rebelde entiende el término rebeldía como una
reivindicación de sus libertades, así como lo aclaran algunos diccionarios.
Confieso, sin ningún tipo de vergüenza que yo misma sospecho
que nací sin la más mínima noción del “respeto a las jerarquías” (a excepción
del respeto a los buenos profesores), a mis ingenuos e infantiles ojos, todos
somos iguales, o por lo menos deberíamos serlo. Mi cerebro ve las cosas desde el
daltonismo, sin distinguir color de piel, color de ojos, el color del poderoso
y el del subordinado. Tal vez sea una virtud, o quizás sea un gran defecto.
Y entrecomillo la palabra “respeto” porque así lo llama la
gente al hecho de agachar la cabeza en total obediencia sin emitir queja ni
opinión alguna, ni siquiera un leve reclamo a las órdenes y deseos de los altos
mandos. Porque me considero una persona sumamente educada y respetuosa con
todos, pero en el caso de que quieran joderme, tendrán que tacharme de
maleducada e irrespetuosa únicamente, porque no hay manera de que no reclame
mis derechos, aunque seas el Presidente de la República o el mismísimo Papa. Y
todo esto muy aparte a mi evidente defecto de quejarme por todo en esta vida,
defecto que reconozco plenamente.
Una vez, en un viejo trabajo, el cual agradezco, pero fue
una de las épocas más negras, de no dormir noches y días enteros, mal pagada, y
comiéndome humillaciones innecesarias. Me insinuaron altos mandos, con
soberbia, prepotencia y casi gritando que tenía que agradecer el trabajo que me
daban, e incluso prácticamente exigiéndome que no renuncie (cosa que ya había
hecho antes. Como buena boluda, no aprendo de mis errores y volví a tropezar
con la misma piedra). Ante una queja que hice pública (no en concepto de
trabajadora sino de cliente de otra empresa del mismo dueño) me dijeron “donde
se come no se hace caca”. Consideraban traición, osadía y sacrilegio que
reclame mis derechos.
No puedo expresar con palabras mi cara de espanto ante
semejante declaración (los detalles y pormenores de esta discusión las diré en
otra oportunidad). Las lágrimas y la voz quebrada por el llanto y la rabia no
me impidieron expresar sin miedo y con total claridad, ¡yo no tengo porqué
rogarles que me paguen, yo trabajo para que me paguen, me rompo la vida día y
noche, no me están haciendo ningún favor al darme trabajo, me pagan por mi
trabajo, no me pagan por caridad! El trato no incluía comprar mi forma de
pensar ni mi alma y tengo todo el derecho a decir mi verdad.
Les desafíe a que me despidan, me desafiaron a que renunciara,
al final no hicieron más que humillarme a nivel personal y de manera infantil y
hacerme firmar un “contrato de trabajo y fidelidad” (tiempo después me enteré
de que tal contrato estaba totalmente fuera de la ley). Afortunadamente, la vida me separó de ese
lugar infernal.
Me enfermé, mucho. ¿Sentiste alguna vez que tu cuerpo
aguanta ante la necesidad de mantenerse en pie para trabajar o estudiar día a
día? Aguanta hasta el último momento, poniendo parches de salud en tu rostro
para cumplir con todas las responsabilidades? usando sus últimos recursos para brindarte la
energía necesaria, y, de repente, cuando merman las responsabilidades, es como
que tiene permiso, por fin, de mostrar su real condición? Así fue, me enfermé, me sentí tan mal, un mal
que llevaba arrastrando hace años ya, no quería comer, me daba aversión oler la
comida, no podía mantenerme en pie más de 2 minutos sin marearme y me retumbaba
el mundo con ese dolor de cabeza insoportable, no podía ni beber un sorbo de agua
sin vomitar, pensaba, “Dios, ¿así se siente morir? Y mi admiración por la gente
que vive tantos años con una enfermedad a cuestas se acrecentó. Yo sabía que
todo eso me lo estaba aguantando hace años, yo sabía, que ese fue el resultado
de sobreexigirme por algo que no valía la pena, por gente que no me valoró y me
engañó, sin embargo, nada importaba ya, porque era libre.
Y no me arrepiento, porque ahí aprendí que nada en esta vida
puede comprar la dignidad, que soy capaz todavía de defenderme sola y que no
tengo porqué dejar que me traten injustamente por miedo a pasar hambre. Dios y
la vida cuando cierra una puerta, abre una ventana llena de luz con miras a un
paisaje fresco y con más paz, lejos del encierro y las cadenas, brindándote una
oportunidad más grande. Todo sacrificio tiene su recompensa.
En ningún otro lugar tuve problema alguno, (lamento
informarles a los que me decían que yo no nací para trabajar, sino que tenía
que casarme nomás ya -y ser un parásito para mi marido-) Siempre que me
respetaron, he respetado, cuando no me respetaron, alcé mi voz sin miedo
reclamando. Golpeé puerta por puerta buscando trabajo, lo encontré, me dieron
un lugar, me respetaron, me agradecieron, me formaron, me pidieron que no me
vaya cuando tuve que partir para tratar mi enfermedad y me pidieron que vuelva
cuando mejore.
Sin embargo, decidí tomar otro camino y nuevos desafíos y
gracias a Dios los encontré y son mejores de lo que imaginé, son exactamente lo
que pedía. Y vuelvo a repetir, agradezco todas las oportunidades que tuve.
Muchos me llamarán ridícula e ingenua por creer torpemente
que con mi “rebeldía”, manteniendo mi postura sin declinar, negándome a ser “realista”
no hago más que perder mi tiempo. Tonta, porqué no te rendís, ¿no ves que es
inútil? Sin embargo, que diferente sería la historia de la humanidad si tanta
gente hubiera decidido ser “realistas” y dejar de luchar aceptando su destino.
Me niego rotundamente a sumarme a los ya tantos chupamedias
que hay en este país, a ser cepillera y a besar pies ajenos.
Seré ingenua pues,
porque creo, desde el corazón y desde mi cerebro que de una sola persona puede
venir el cambio, una sola persona puede hacer la diferencia, el luchar hace la
diferencia, el hacerse respetar, el amarse a uno mismo y hacer respetar el
trabajo, esfuerzo y sacrificio de uno y de sus seres queridos.
Los que prefieren ser pasivos con la excusa de que sólo
quieren “vivir en paz y tranquilidad” sin tener que enfrentar ningún tambaleo
en su comodidad, seguirán con la mentalidad aldeana. Siempre, siempre en busca
del hueso perdido.
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